La Presentación del Señor
El evangelio de la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-40), utiliza como trasfondo algunos ritos y leyes de Israel para describir la inesperada acción de Dios, que redimensiona el valor de las ceremonias antiguas y hace surgir el testimonio profético de Simeón y de Ana, quienes identifican a aquel niño con el Mesías. Solamente a través de la acción del Espíritu aquellos ritos hebreos alcanzan su plenitud y su auténtico valor. La misión de Jesús, el consagrado de Dios, se prefigura como salvación para todos los pueblos, no sólo para Israel. A su misión, marcada por el rechazo y el dolor, aparece asociada también de forma misteriosa su madre.
1. El contexto ritual hebreo (vv. 22-24). En estos tres primeros versículos se repite tres veces el término “Ley”, una vez en cada versículo. Esta simple indicación terminológica nos hace comprender que el ambiente en el que se desarrolla la narración es el de la religiosidad hebrea fundada en la fidelidad a la Ley del Señor. Pablo dirá que Jesús “nace bajo la Ley” (Gal 4,4), aunque no es la ley quien salva, sino él, como lo indica su nombre: “Jesús” (Yahvéh salva) (Lc 2,21). Lucas mezcla dos ritos: la purificación de la madre (Lv 12,1-8) y la presentación del primogénito (Ex 13,2.12), y describe el hecho sin mucha precisión diciendo: “cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos” (v. 22). La descripción esfumada e imprecisa de los ritos judíos muestra que el interés de Lucas es la revelación mesiánica del niño. Las familias no debían necesariamente ir a Jerusalén para estos ritos. Colocando estos acontecimientos en Jerusalén, el evangelista quiere subrayar que Jesús, el Mesías entra como primogénito en el Templo, el espacio sagrado en el que se cumplen las promesas mesiánicas.
2. El “justo y piadoso” Simeón (vv. 25-25). Simeón es presentado como el modelo del hombre religioso del Antiguo Testamento. Su figura aparece asociada al Espíritu Santo: en él estaba el Espíritu Santo (v. 25), el Espíritu Santo le había revelado que vería al Mesías antes de morir (v. 26) y es el Espíritu Santo el que lo empuja a ir al Templo en el momento que llevan al niño (v. 27). El encuentro de Simeón con el niño no es, pues, una consecuencia del cumplimiento de los rituales de la ley hebrea, sino un fruto de la acción del Espíritu. El abrazo con el que Simeón acoge a Jesús (v. 28) evoca la espera ansiosa del Antiguo Testamento y el encuentro entre el antiguo régimen de la salvación, que está llegando a su fin y al cual pertenece Simeón, y el nuevo, que está por comenzar a través de la misión del Mesías.
El cántico de Simeón, el Nunc dimittis, proclama el significado de la misión del niño y ofrece una interpretación profunda de los acontecimientos que Lucas está contando. Simeón puede ahora “irse en paz”. Después de haber encontrado al “Cristo, Señor” (v. 26), ha experimentado el shalom, la paz mesiánica que ya habían cantado los ángeles en ocasión del nacimiento del niño (Lc 2,14) y que significa plenitud de vida y de salvación. El don de la paz, que hace que Simeón acepte la muerte, corresponde a la experiencia de la salvación: “mis ojos han visto tu salvación” (v. 30). Una salvación que se realiza con el nacimiento y la misión del Mesías y que se extiende a “todos los pueblos” (v. 31), respetando siempre el diverso papel histórico de Israel y del resto de la humanidad. Mientras que en relación con los pueblos paganos esta salvación es “luz para iluminar a los gentiles”, en relación con el antiguo pueblo de Dios es “gloria de tu pueblo, Israel” (v. 31). Para los primeros es luz que ilumina su camino, para los segundos es gloria, es decir, manifestación histórica de Dios.
El anciano bendice a los padres del niño y luego se dirige en modo particular a María con un oráculo que tiene que ver no sólo con la misión del niño, sino también con el futuro de la madre (vv. 33-35). El ministerio de Jesús pondrá de manifiesto la contradicción que se da en el pueblo de Israel, entre la espera de la venida de Dios mediante la misión del Mesías y el rechazo que concretamente se produce frente a él. A María, “una espada le atravesará el alma” (v. 35). Aquí espada no indica el juicio de Dios como en otros textos, sino el sufrimiento de la madre a causa de la misión del hijo. La misión de Jesús, marcada desde el inicio por el rechazo y la contradicción, culminará con su condena y su muerte en la cruz. La misión del Mesías como profeta rechazado marcará dolorosamente también la existencia de su madre.
3. La profetisa Ana (vv. 36-38).- Se describe su condición social y su profundidad espiritual. Su ancianidad es signo de sabiduría. Es la única mujer en el Nuevo Testamento a la cual se le asigna el título de “profetisa”. Al justo Simeón se asocia la figura femenina de Ana, quien a pesar de ser profetisa, no se presenta ofreciendo ningún oráculo. Solamente “alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Israel” (v. 38). Esta mujer de oración y de alabanza permanente, logra intuir el momento decisivo que se está realizando en la historia. No profetiza en sentido estricto, sino que proclama. Su profecía es oración, su oración es profética. Ana se coloca así en la historia como alguien que supera lo antiguo para asumir la misión de los tiempos nuevos: el anuncio de la redención.