© Pbro. Pablo A. Villafranca M.
Durante mucho tiempo el tiempo, el pensamiento versaba sobre las cosas metafísicas y por ende sobre Dios, pero al llegar a la ‘modernidad’ en los albores del renacimiento, el que hacer cognoscitivo adquirió dos nuevos enfoques:
a)- Del teocentrísmo (Dios como centro de todo lo creado y pensado) al
antropocentrismo;
b)- De la fe se pasó a la ‘razón’.
El materialismo en sus múltiples formas negó toda realidad de orden espiritual y trascendente, reconociendo en la misma sólo un ‘epifenómeno de la materia’. Tanto el materialismo dialéctico e histórico de Marx, cuyas raíces las encontramos en el pensamiento de Hegel, como el materialismo teológico de Feuerbach y el científico inspirado en las obras de A. Comte, O. Spengler y Darwin, engendraron el ‘materialismo práctico’, que es aquel que sin negar verbalmente ninguna realidad de orden espiritual o trascendente, hace que quien lo profesa viva como que sólo existe lo inmanente, lo que se palpa, explica y utiliza. Este materialismo hace que se prime lo mensurable, experimentable y rentable sobre lo que se siente, intuye y vive; prima el tener sobre el ser y sustituye el ‘creo’ por el ‘veo’, el ‘reconozco’ por el ‘explico’. El precio que pagó la humanidad ante esas ideas, fue grande: el comunismo ateo, el nazismo y la explotación del liberalismo burgués, entre otros.
A partir de lo anterior, la lectura de la historia manifiesta una pronunciada constante: ‘tras el olvido de Dios y la pretensión ‘genésica’ de colocarnos en su lugar, constatamos un progresivo olvido del hombre y asistimos a un mal endémico en las sociedades actuales: ‘el eclipse de humanidad en el hombre’.
Consecuentemente al anuncio de la muerte Dios hecha por P, Ricoeur, M, de Faucault y F, Nietzche, emergió la muerte del hombre. Para el colectivismo Marxista el hombre se pierde en la masa social; el yo individual no existe, se con-funde en el todo social, en el colectivo indeterminado sin rostro, ni nombre propio ni dirección. Toda realidad de orden espiritual, como el amor, la afectividad y la trascendencia es negada rotundamente. La contra parte surge del liberalismo burgués, que pasó del colectivismo marxista al individualismo exacerbado que promovió el utilitarismo, el pragmatismo y el consumismo, cuyo lema era: ‘eres hombre por lo que produces y tienes y no por lo que eres’. Bajo estas dos ideologías nacieron dos bloques de países, dos modelos macro económicos, dos concepciones del mundo, una dualidad que escindió a la humanidad y desconcertó al hombre que entra al siglo XX con un complejo de soledad arraigado, propiciado por aquella tentación de ‘querer ser como dioses’ consiguiendo únicamente perder el rostro de hombres. Xavier Zubiri expresa esa singular condición histórica del hombre moderno al decirnos que: ‘cuando el hombre y la razón creyeron serlo todo, se quedaron más solos que nunca: sin Dios, sin su mundo y sin si mismos’. El hombre del siglo XX entra a un mundo sintiendo vértigo de sus existencias, nauseas de su existir y coexistir, por que el fundamento ontológico de la fraternidad humana, yacía soterrado por el positivismo de las ciencias, el ateísmo de las sociedades originado por el olvido de Dios. En el mundo socialista y comunista la religión era exorcizada de los planes educativos y de las esferas sociales porque era el ‘opio del pueblo’, pero el verdadero opio oprimía a los hombres bajo sus regímenes; en el mundo liberal burgués y capitalista, el hombre aparecía di-vertido, existiendo sin co-existir, degenerando en categorías de T. Hobbes en ‘lobo para el mismo hombre’.
La protesta ante el olvido de Dios, lo trascendente y lo humano, vino pronto. S. Kierkegaard y H. Newman anticiparán con su pensamiento a los filósofos del diálogo y a los de la persona; el olvido de sus planteamientos, nos costaría dos guerras mundiales, Vietnan, Auschwitz, Hiroschima, las continuas amenazas de un apocalipsis nuclear y la progresiva devastación ecológica. Sin embargo, la historia no se detiene, ante el olvido de lo humano y la expulsión de lo divino de las sociedades y de las cátedras universitarias, los filósofos del diálogo exponen la realidad humana que nos vincula con Dios, el mundo y los demás.
F. Ebner leía con insólita atención el prólogo de Juan 1,1: “En el principio era la palabra”, y a partir de ahí empieza la afirmación constante que todo autentico principio nace del imperio de la palabra, del diálogo, ya que “la personalidad humana nace, se desarrolla y aspira a su plenitud en el diálogo con los demás”, este diálogo nace de la dialogisidad en del ser humano, creado por Dios para el diálogo, para ser su interlocutor. Sólo de cara al encuentro con el Tú divino, se encuentra el camino recto con el tú humano, este camino de ascensión de humanidad lo encuentra el hombre en el amor que lo libera de su yo y la palabra, el diálogo, que lo libera de su autorreclusión. M. Buber y E. Lévinas hablan de lo mismo, del encuentro del hombre con Dios como clave de retorno para el reencuentro del hombre consigo mismo y su mundo. En esta línea se mueven los filósofos de la persona: J. Maritain, G. Marcel, E. Mounier, M. Nédoncelle y a estos se unieron las valiosas aportaciones de E. Husserl, E. Stein, A. Reinach y M.Scheler. ¿Por qué hemos dicho todo esto?
Cada vez más se constata el olvido del hombre en nuestra sociedad, no el hombre abstracto, sino el concreto, el que toma su autobús para conseguir empleo y no lo encuentra, el que está sin techo, el que no goza de atención médica el que vale no por lo que parece o por lo que pueda producir o llegar a ser sino por lo que es: persona. En su rostro (según Lévinas) Dios se asoma, se nos revela ‘hambriento, desempleado, enfermo, injustamente encarcelado, oprimido etc.’. Cuando no entendemos o vemos ese rostro de Dios en el hermano, quien no se deja interpelar por el rostro de un ser humano, no será consciente de una revelación de Dios en el rostro del otro, pero si será a corto plazo, testigo de una re-belión del otro.
Nicaragua necesita hombres que crean y que piensen, que dediquen su tiempo y su profesión al servicio de los otros y a beneficio de los mismos y no sólo del propio beneficio. ¿Cuándo empezar? Ya, ahora, quizás para mañana sea tarde, pero esta tarea debe acentuarse el domingo, que es ‘día del Señor y día del Hermano’, como dirá el Papa en su encíclica sobre el domingo Dies Domini. Es hora de abrir las puertas a Cristo, ya que: ‘El tiempo ofrecido a Cristo nunca es tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida’.
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